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Todos conocemos familias donde los gritos son la forma de comunicación normal. Cuando los niños son pequeños la pareja se comunica así. Durante el proceso de educar a los hijos las frustraciones y dificultades se expresan a gritos.

No se trata de que siempre estén discutiendo, no nos referimos exclusivamente a esos casos, sino de hogares en los que el ruido es elevado, la tele siempre está puesta y en casa existe la norma no escrita de que quién grita es quién se hace escuchar. Alzar la voz es necesario para poder opinar o ser escuchado.

Estas dinámicas familiares son mucho más frecuentes de lo que nos pensamos pero educar con gritos tiene consecuencias en el desarrollo del cerebro de los hijos, en sus futuras relaciones y en la aparición de diversas patologías en la adolescencia.

Comprendiendo el grito

El grito tiene una finalidad muy concreta en la naturaleza: es una señal de alarma que genera miedo, expectativa y activación. Activa un mecanismo de defensa natural.

Al escuchar un tono de voz elevado o un sonido agudo nuestra amígdala interpreta al instante que existe una amenaza y prepara al cuerpo para responder huyendo.

Entendiendo esta base biológica es fácil deducir que desarrollarse en un entorno donde los gritos son continuados hace que el cerebro de la persona se mantenga en constante alerta. La adrenalina está siempre presente durante el desarrollo junto con la sensación de que tenemos que defendernos de algo.

El grito sobreexcita el cerebro y pone en riesgo nuestro delicado equilibrio emocional.

Pero la naturaleza es muy práctica y si vive en estado de alerta, generando estrés crónico, buscará la manera de defenderse. Un estilo de comunicación agresiva genera respuestas defensivas de la misma intensidad y con una importante carga emocional. De este modo cuando la persona crece responderá a gritos con gritos entrando en un círculo vicioso que solo empeora con el tiempo.

Educadores impotentes

Ser padre no es nada fácil, es agotador. Además de todas las responsabilidades de cuidado de los hijos, cuando el cansancio aprieta, surgen momentos en los que educar a los hijos se vuelve un auténtico reto.

Quiero poner un ejemplo real que viví hace poco:

Padres de una hija de dos años y de un bebé de 3 meses.
Después de todo un día de trabajo y cuidados a los hijos se sientan agotados a la mesa a cenar. La tarea de enseñar a la mayor a comer es diaria y, generalmente, entretenida, pero supone dosis extra de paciencia.

Lo más fácil sería coger la cuchara e ir dándole la comida a buen ritmo para poder terminar, hacer rituales de lavarse dientes y manos y poder acostarla. En vez de eso, animan a la hija a comer por sí misma enseñándole con gusto y constancia. La cena se alarga entre que se da de amamantar al pequeño y la mayor termina su comida.

El agotamiento está cada vez más presente. Cuando parece que hemos terminado la hija mayor, feliz por haberse terminado su comida ella sola, agita los brazos y estrella contra la pared un vaso de gazpacho.

Momento de silencio. Todos paralizados ante la escena que, os podéis imaginar, era de desastre por la mesa, pared y suelo.

Con el cansancio acumulado sería muy fácil que alguien soltara algún grito como reacción o que, simplemente, se enfadara con la niña tras el accidente. Sin embargo, los padres se arman de paciencia, respiran muy profundo y despacio se ponen a recoger mientras le explican a su hija que tiene que tener cuidado cuando hay vasos con gazpacho, que si hace esos movimientos en la mesa puede tirar algo por accidente y que recoger las cosas supone un esfuerzo extra. Fascinante. La niña se queda muy quieta comprendiendo lo que ha ocurrido y, por iniciativa propia, coge una servilleta y empieza a limpiar la mesa. Matrícula de honor en educación. 

Si os habéis imaginado la escena podéis imaginar que, ante un accidente de este estilo, es fácil pegar un grito o enfadarse. Ahora bien, situaciones parecidas a esta ocurren constantemente mientras los hijos crecen y es fácil que perder los nervios se convierta en la respuesta más habitual.

Detrás de todo padre que grita hay un educador que se siente impotente.

No nos confundamos, nadie es perfecto y todo el mundo puede perder los nervios en situaciones puntuales. El problema es cuando no se consiguen manejar las propias frustraciones y uno responde siempre de forma desmesurada.

Los gritos afectan al cerebro

Hay numerosos estudios que han demostrado cómo afectan los gritos emitidos con regularidad sobre el desarrollo del cerebro infantil. El departamento de psiquiatría de Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard afirma que los gritos, el maltrato verbal y la humillación alteran de forma permanente la estructura cerebral infantil.

Tras comparar neurológicamente a niños sanos con niños con problemas psiquiátricos con antecedentes de grandes problemas familiares (apego ambivalente, agresividad, violencia familiar, etc.) se ha descubierto que existe una importante diferencia en el cuerpo calloso, la parte que une los hemisferios cerebrales se encuentra muy reducida.

Al tener los hemisferios menos integrados se dan cambios de personalidad y de ánimo muy marcados, la estabilidad emocional se ve comprometida y se desarrollan problemas de atención.

El grito no minimiza los problemas sino que los agrava.

Es fácil que los niños aprendan a responder a los gritos con conductas agresivas o defensivas. Estas formas de crianza se asocian a sintomatología depresiva o ansiosa cuando llega la adolescencia.

Si el hijo ha aprendido a inhibirse, a encerrarse en sí mismo para aislarse de la violencia, aparecerán síntomas depresivos. Si por el contrario se ha defendido de los gritos habrá aprendido mucho sobre la violencia y, en la adolescencia, aparecerán importantes trastornos de conducta.

Personas educadas a gritos

El principal problema es que, cuando uno ha crecido de esta manera, le cuesta darse cuenta de que su forma de comunicarse no es sana o trasmite angustia. Son personas que hablan con un tono de voz elevado y que, cuando están en grupo, tienen una forma de comunicarse que puede resultar amenazante.

A menudo, hasta que algunos amigos o compañeros no le señalan estos aspectos, la persona no se da cuenta de lo agresiva que resulta.

Cambiar es posible

Es cierto que, si nuestra familia tiene esa tendencia gritona, no podemos pretender cambiar las dinámicas familiares de un día para otro. No sería un objetivo realista. No se puede cambiar a los demás, solo trabajarse uno mismo.

Sin embargo, una vez que nos hemos dado cuenta, nosotros sí que podemos hacer algo. Lo primero que habrá que hacer será autoobservarse, empezar a reconocer en qué situaciones, contextos o con qué personas solemos levantar la voz.

No será fácil, tenemos toda nuestra vida de haber practicado esta forma de comunicarnos, sin embargo, con paciencia y algo de ayuda de personas que nos rodean podremos ir mejorando.

Recuerda que:

  • Gritar es perder el control y, generalmente, la razón. Si perdemos el control nos alejamos de nuestra capaz de pensar con claridad.
  • Entrena para parar antes de gritar, cálmate antes de actuar, piensa en lo que quieres expresar y en otra forma de decirlo. Toma el mando de tu enfado y frustración, no dejes que te domine.
  • Reconoce y evita tus estresores. Cuanto más acumulemos más fácil será perder el control. El estrés nos hace vulnerables y propensos al grito.
  • No culpes a los demás si pierdes los nervios. Es responsabilidad tuya aprender a comunicarte de otra manera y actuar con sensatez cuando alguien te está llevando al límite.

Ahora que sabemos lo que suponen y el efecto que tienen en el desarrollo de los hijos, hemos de buscar otras formas de expresión alternativas que den fuerza al mensaje pero sin caer en los gritos o en la comunicación pasivo-agresiva.

Los gritos no educan. Ensordecen el corazón, destruyen el respecto, bloquean el pensamiento y te vuelven violento.

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