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En España, más de 800.000 personas tienen la enfermedad de Alzheimer.

La Demencia es una de las enfermedades crónicas que afecta a la población mayor, aumentando su frecuencia con la edad. La aparición de una demencia tipo Alzheimer en un individuo va a cambiar sin lugar a dudas su vida y la de sus familiares.

A la persona mayor la enfermedad le origina deterioro de las facultades psíquicas. El primer síntoma es la pérdida de memoria, luego aparece la incapacidad de pensar con lógica, de aprender, de recordar, de planificar su futuro así como de realizar movimientos complejos.

Todos estos cuadros además se acompañan de cambios afectivos y emocionales que alteran aún más la normal convivencia entre el enfermo y quienes le rodean.

Alzheimer golpea el cerebro del enfermo y el corazón de la familia.

El diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer en un ser querido crea una situación crítica en cuantos le rodean y supondrá la necesidad de reorganizar la vida de todos en el próximo futuro.

Pero el impacto será definitivo en la persona que se encargue de la coordinación de los cuidados y de tomar las decisiones: el cuidador.

En ocasiones, al dictamen se llega de forma simple, pues los síntomas predicen claramente la enfermedad de la que se trata; pero otras veces son tan sutiles que, a menudo, al diagnóstico se llega tras una concatenación de pruebas y situaciones de incertidumbre varias que vaticinan que puede tratarse de enfermedades tan diferentes como el estrés, la depresión, etc. cuyos síntomas juegan al despiste hasta que no poseemos el juicio definitivo.

Cuando el paciente se encuentra en una fase inicial de la enfermedad, donde es consciente de sus síntomas, la primera visita al médico suele ser un paso difícil de dar por voluntad propia.

La tónica habitual en estos casos es achacar los olvidos o los comportamientos extraños a los nervios, a haber atravesado situaciones complicadas o a sufrir temporadas de mucho estrés.

El hecho de hacerlo, de dar ese primer paso y pedir ayuda médica, supone un reto para los propios profesionales sanitarios, quienes deberán poner a prueba su capacidad para dilucidar qué le van a contar al enfermo en relación con el diagnóstico que se le avecina.

¿Beneficia a la persona mayor saber que padece Alzheimer? ¿Debemos contarle toda la verdad de la enfermedad que padece?

Sin lugar a dudas, el paciente tiene derecho a ser informado sobre todo lo referente a su diagnóstico. Es un hecho y un derecho regulado legalmente. Pero existe la denominada “conspiración del silencio”, una situación que se da entre el propio facultativo y los familiares del enfermo de Alzheimer. Entre ellos establecen un acuerdo no escrito en el que pactan no informar al paciente del diagnóstico.

En definitiva, es una ocultación premeditada de información, en este caso, sobre su salud, con el lícito objetivo de no proporcionarle dolor, incertidumbre y malestar sobre una enfermedad que no tiene cura. Sobre la decisión a desvelarle u ocultarle al enfermo de Alzheimer que sufre tal enfermedad existen dos vertientes generalizadas.

Un paciente informado es un paciente que puede tomar decisiones en la fase inicial de la enfermedad, como optar por afrontar nuevos retos médicos y formar parte de ensayos farmacológicos si procede. Pero también es un actor que se implica activamente en terapias no farmacológicas, que hace valer su derecho a poder llevar un tratamiento acorde con su situación, e incluso, que puede empezar a poner en orden determinados aspectos de su vida previendo las consecuencias de la progresión de la enfermedad.

Tendrá menos oportunidades de rendirse al ostracismo o al aislamiento. Y colaborará con el equipo médico paliando, en gran medida, la incertidumbre y la ansiedad de los familiares y cuidadores que le rodean.

En resumen, conocer el diagnóstico contribuye a que el paciente ponga todas sus herramientas al servicio de la causa, es decir, en pro de frenar el avance de la enfermedad.

¿La ignorancia hace la felicidad?

Hay casos en los que vivir ajenos a la realidad que nos rodea nos aporta felicidad.

En el caso de la enfermedad de Alzheimer, donde un gran porcentaje de los pacientes -sobre todo en fases iniciales de la enfermedad- tiende a la depresión o al aislamiento al verse incapaces de realizar actividades diarias que antes hacían sin problema y cargar con el pudor de reconocer que no conservan las capacidades cognitivas de siempre, conocer el diagnóstico puede ocasionar más daños que beneficios.

Hablo de depresión, ansiedad o ideas negativas que en ningún caso van a fomentar la colaboración del paciente en las decisiones de su tratamientos farmacológicos y tampoco van a frenar el avance de los síntomas.

Un paciente “no colaborador” que posee una enfermedad neurodegenerativa como es el Alzheimer se convierte en un enfermo muy difícil de guiar a través de las acciones pautadas que se dirigen desde el ámbito sanitario con el objeto de frenar el avance de la enfermedad.

La negación de la situación o el rechazo del diagnóstico como mecanismo de defensa tampoco ayudaría, ni al enfermo ni a los familiares, a sobrellevar el largo e impredecible camino que les espera.

Cabe subrayar que ninguna de las dos posiciones es 100% acertada, pero a su vez, ambas lo son. Eso sí, la decisión que puedan tomar los familiares o cuidadores asesorados por los facultativos siempre tiene un pilar fundamental que debe imperar sobre cualquier otro: el bienestar del paciente.

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